sábado, 4 de marzo de 2023

SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA - REFLEXIÓN

Una de las escenas, uno de los momentos más conocidos de la vida de Jesús, que solemos celebrar el día seis de junio, la fiesta de la Transfiguración del Señor, tiene lugar en el monte alto, el monte Tabor, donde nos encontramos con Jesús cuando camina hacia Jerusalén, la ciudad donde matan a los profetas. Allí se dirige Jesús y allí será crucificado, para resucitar al tercer día.

En el monte Tabor, estará Jesús acompañado de tres de sus discípulos, los mismos que luego le acompañaran en el Huerto de Getsemaní, en el monte de los Olivos, cuando será entregado en manos de los sumos sacerdotes. Lo recordaremos y celebraremos en el día del Viernes Santo.

En el monte Tabor tiene Jesús un encuentro con Moisés y con Elías, los dos grandes profetas del Antiguo Testamento. Por eso señalamos tres ideas que este hecho nos deja, fijándonos en sus protagonistas.

Moisés representa la Ley, lo que está mandado, lo inscrito en las tablas de la Ley que recibió en otro monte, el monte Sinaí. Y es ahora la ley ha llegado a su fin. Dios allí se escogió a un pueblo, el pueblo de Israel, como su pueblo. Le dio los diez mandamientos, cuyo cumplimiento sería la manifestación ante todas las naciones, que ellos son el pueblo de Dios, donde se cumple aquella promesa de Dios: “Yo soy vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”. Pero en el monte Tabor acaba el imperio de la ley. Los diez mandamientos ya no son la seña de identidad del pueblo de Dios.

Elías es el primero de los profetas. Un profeta indica al pueblo donde se ha equivocado abandonando a Dios. Él les dirá como tienen que actuar para que Dios no haga caer su ira sobre ellos. Porque el pueblo de Israel rompió con los mandatos de la ley de Dios, rompieron con ser el pueblo que Dios se había escogido y se cambiaron a otros pueblos extranjeros, a seguir sus prescripciones, a cambiar a Dios por los ídolos. Volver a los mandamientos es volver a prescripciones que no son el final, sino el camino que nos lleva a la plenitud de los designios de Dios.

Jesús es el otro, el que nos da su amor en su muerte y en su resurrección de las que todos participamos por el bautismo que hemos recibido y por el que Dios nos ha hecho hijos suyos. Y este es el designio de Dios, lo que él quiere para todos y cada uno de nosotros. Por amor nos hace hijos suyos, con amor viviremos la vida de los cristianos. No te fijes en lo mandado sino en lo que nace de tu corazón, lo que te vida de verdad. Que para los vivos no hay nada más difícil, ni nada más gozoso, que Vivir.

No hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos. Y así podemos entender el consejo de Jesús a sus discípulos cuando bajan del monte: no digáis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos. Toda muerte por amor acaba en la resurrección. En esa nube luminosa que en el monte Tabor les cubrió.

Ya no somos hijos de Dios por cumplir normas y mandatos porque sí. Mucho menos por cambiar a Dios por otros dioses que continuamente nos acechan en nuestra sociedad. La Palabra de Dios nos enseña el camino que nos lleva a la verdadera vida, la vida en Cristo resucitado. 

Ser cristianos es confiarnos en el amor de Cristo, muerto y resucitado. Por eso solamente hay un mandato de Jesús: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Y para vivirlo nos vamos preparando en el tiempo de Cuaresma.

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